30 abril 2009

TRES VECES JUAN

Una breve historia suburbana

Juan, Juan y Juan viven muy cerca. No se conocen, por más que realicen diariamente casi el mismo trayecto, una extensión en kilómetros muy similar. Desde la mañana, hasta el regreso a la noche (la madrugada del otro día a veces), completan ese movimiento pendular que realizan cientos de miles de personas que viven en el Conurbano, en dirección a la ciudad de Buenos Aires, por trabajo y estudio. Aunque ese viaje tiene una significación my distinta para ellos. Cada uno de ellos lo sufre, o lo vive o lo desestima. Pareciera que la distancia es una dimensión con distinto sentido según el caso.

Sabemos algo más de uno de los Juanes: tiene por segundo nombre Ignacio. Ese dato surge de aquellos que lo buscan durante su recorrido desde un country de Moreno hasta su oficina en Puerto Madero. Su esposa lo llama “Nacho”; al igual que otras mujeres. Sólo en el ámbito profesional, un estudio de abogados, lo llaman completando ambos nombres y el apellido. En su automóvil satisface a todos aquél que lo solicita por teléfono móvil, interrumpido apenas por las paradas para pagar el peaje. Es el único contacto que tiene con otras personas, aunque jamás levantó la cabeza para comprobar si realmente había un ser humano en ese puesto. Se abre paso a través de 40 kilómetros en 40 minutos, si bien ese jueves quisiera tardar un poco más, pues una amante potencial lo entretiene con una prometedora charla.

Juan también atiende el celular, aunque no ve la hora de llegar a destino, agobiado por el monocorde galope del tren. En la estación terminal del ferrocarril, Moreno, se agolpan desde temprano rostros somnolientos que de forma mecánica suben y se tropiezan entre ellos buscando una ubicación. El recorrido es de una hora, que se alarga entre retrasos e imprevistos. Tan reiterados, que Juan está convencido que jamás tardó 60 minutos hasta la cabecera, por más que regularmente suela darse. No mira el paisaje, ya lo conoce de memoria, la ventanilla no le ofrece entretenimiento ni novedad alguna.

El otro Juan viaja en el mismo tren, en un vagón destinado a bicicletas. Es joven, aunque aparenta más años de los que tiene. En realidad, es un adolescente con gestos de adulto, que delata su verdadera edad sólo cuando habla. A diferencia de Juan, no le molestan los retrasos de la línea. De hecho el viaje es en sí mismo su forma de ganarse la vida. Reparte estampitas y tarjetas entre los pasajeros, hasta recolectar una cantidad de monedas que considera suficiente. Hasta hace un par de años atrás se dedicaba al cartoneo, que debió resignar cuando fueron anulados los convoyes destinados especialmente para quienes llevaban sus carros hasta las zonas céntricas. Para evitar complicaciones, junto a otros chicos de su edad se reparten el tren en esta actividad. Los conoce bien, los considera su familia. Tenía un celular, aunque lo vendió hace unos meses para satisfacer necesidades más inmediatas. No pierde por ello la esperanza de recuperarlo, e incluso pretende un mejor modelo.

De regreso a Juan, el que viaja fastidiado, no sufre más que desencantos prendido a su aparato electrónico. Promesas que se cancelan, negativas y proyectos que caen. Llegó a tener un trabajo de tiempo completo, no duró más que unos meses, igualmente otras posibilidades surgieron desde entonces, todas inestables, todas precarias. Juan le extiende un cartón colorido con un perrito y un corazón, poca atención le presta enfrascado en su preocupación. Llega media hora más tarde de lo previsto, y peligra una posibilidad laboral que ya de entrada tenía pocos visos de éxito.

Estos dos Juanes se cruzaron muchas veces con Juan Ignacio. Lo miraron, aunque no lo vieron. Los vidrios polarizados se interpusieron, si bien poco les interesaba conocer la cara del chofer. En ambos, una expresión de envidia se formó automáticamente cuando los tapó la polvareda originada por la veloz marcha del auto. “Pensé que a esta edad podía llegar a tener uno así”, aseguró el primer Juan a sus amigos; “¿cuánto valdrá ese fierrazo”, se preguntó para sí Juan, el segundo. Uno de cada lado de la ruta, cruzaron sus pensamientos imaginando el lujo que acompañaba al dueño.

Juan y Juan compartían la panadería, el kiosco, y todo lo que formaba el barrio. Al primer Juan ese vecindario le quedaba chico (nunca le gustó, lo tenía en claro), y solía ir hacia el shopping del centro de Moreno para distraerse. Cada vez lo hacía más espaciado, pues no podía costearse los precios de los locales de comidas rápidas, y el cine se le tornó lejano. Entonces recurría a los DVD´s piratas, que Juan, el más joven, también compraba en el mismo local (verdulería a la vez), aunque sin la resignación de su tocayo. Jamás se le ocurrió ir al shopping, el personal de vigilancia lo alejaría de inmediato al verlo con “esa pinta”. No se puede ir si uno no tiene la apariencia de consumir lo que observa. Además le dolería mirar las vidrieras sabiendo de antemano que todo le quedaba lejos. En otra época no era así, recuerda (no llevaba cuenta de los años, de todos modos no debió haber sido hace mucho).

Juan, el del celular, está al borde de la desesperación. Tomó la decisión de vender algunas herramientas, jugándose por los trabajos que menos la precisan. Estos comenzaron a escasear, y tras dos noches sin dormir, tomó una decisión. Al día siguiente era viernes, estaba por cumplir 21, y se cumplió el plazo que se impuso a si mismo, desilusión tras desilusión.

Juan, el de las estampitas, ahorró algunos billetes, los suficientes para recuperar ese artículo que los adolescentes de su edad ostentan en todos los colores. Sabe de un vecino, cruzando la ruta, que los vende de segunda mano, probablemente robados. Juan, el que está a punto de considerarse definitivamente desempleado, también debe cruzar ese maltratado camino. Siente vergüenza, por eso lo hace de noche, para conseguir un carro con el cual juntar cartones y diarios. Piensa rumbear para la misma metrópolis donde se desempeñaba como profesional, ahora como cartonero. El anonimato que suele dar la gran ciudad lo consuela, no le gustaría ser reconocido.

Juan cruza con entusiasmo el asfalto, ansiando satisfacer su capricho (muy importante para él). Juan lo ve venir, y desconfía, prefiere esperar, la hora no es la ideal para encuentros con gente de talante sospechoso. Ese estado de alerta le permite divisar el lujoso auto negro que ya había admirado en ese mismo punto. El Juan que está en el medio del recorrido, no adivina que Juan Ignacio viene de una jornada larga, sin dormir, pues su nueva amante lo requirió hasta la madrugada. Y con ella discute, con el celular apoyado sobre el hombro. Sin reflejos, deshace el cuerpo y los sueños de Juan. No le interesa ver que pasó. Su especialidad son los accidentes viales, y sabe como es esto. Es muy fácil perder mucho dinero e incluso la libertad, si del otro lado hay un abogado ambicioso como él. Si es alguien de ese barrio, es poco probable que tenga un buen asesoramiento, llegó a sospechar. Pero si es de ese barrio, tampoco debe haberse perdido gran cosa, se convenció, y aceleró. No estaba muy lejos su country, ya asomaba el murallón que lo delimitaba.

Juan fue el único testigo. No porque estuviera solo cuando ocurrió el accidente, sino porque dos o tres vecinos, al constatar que la víctima era aquél pibe que solía cartonear, se alejaron una vez satisfecha la curiosidad. Juan quiso llamar a algún servicio de emergencias, lo que se le hizo difícil sin su celular. Ya lo había vendido (otra decisión que casi le arranca lágrimas), y con ese dinero iba por su nueva herramienta de trabajo en ese momento.

Miró a Juan a los ojos – ya apagados -, sintió una pena profunda por ese muchacho para él desconocido. En realidad, ese rostro lo había visto decenas de veces, sin llegar a memorizarlo, había sido invisible para él. No lo reconoció, por más que hubiera sido compañero de viaje por mucho tiempo, y vecino desde hacía más. Por unos días cambió su semblante, a la hora de conciliar el sueño dio vueltas como nunca, no podía dejar de reflexionar sobre lo ocurrido. El hecho fue como una Epifanía para Juan. Comenzó a relacionarse más con la gente del barrio desde entonces, al cual sintió por primera vez como su propio espacio. El viaje cotidiano pasó a ser algo más que salir de un origen para llegar a un destino. Con su carro tenía un contacto distinto, continuo y de igual a igual, con quienes se cruzaba en las calles de tierra. Así, algunas semanas más tarde, supo quien era el chico muerto en la ruta: “pobre Juan, tenía mi mismo nombre”. Lo que jamás supo, es que a partir de ese día, él, Juan, pasó a ser aquél mismo Juan.