31 diciembre 2009

HUMO SOBRE EL AGUA

A cinco años de Cromañón

“Los que van a recitales son todos unos descerebrados”. Algo así sentenció Omar Chabán a la hora de describir a sus clientes, el público de rock. Este fue uno de sus argumentos a la hora de explicar el por qué de la tragedia de Cromañón, pero debía sobre todo protegerse, por lo cual no vale la pena indagar en sus declaraciones. Lo que si me preocupa son las reflexiones que en estos últimos cinco años ha elaborado el resto de la sociedad, y sobre todo aquellos más cercanos al tema: músicos, periodistas especializados y gente del negocio del rock. No falta quienes ponen el acento en cualidades subjetivas (el hecho de que haya estado envuelto una audiencia “rollinga” lleva a su descalificación automática), aquellos que buscan un culpable puntual (el que tiró la bengala) y los que con mayor o menor tino pusieron la responsabilidad en las instituciones de la ciudad de Buenos Aires, los managers del local y la banda envuelta, Callejeros.

Acabo de ver el documental “Infierno en Cromañón”, exactamente a cinco años del incendio que provocó la muerte de alrededor de 200 personas, y no me sorprende que el cuadro haya sido presentado de forma incompleta una vez más. Por empezar, creo que debe subrayarse de qué se trató Cromañón. Representa, fuera de desastres naturales, el episodio en Argentina que más muertes produjo; uno de los incendios en un único local con mayor cantidad de víctimas a nivel mundial; un antes y después en el rock argentino. Como bien tituló una revista local: la mayor tragedia de nuestra generación.
En los últimos cien años, sólo la guerra de Malvinas lo supera en cantidad de víctimas en cuanto a jóvenes, incluso podemos hablar de mayoría de víctimas adolescentes en ambos casos. Y si bien todavía se puede encontrar en libros, una guerra no se explica porque a alguien se le escapó un tiro. Hay todo un contexto histórico social previo, y en este caso tenemos enfrente una concepción acerca de qué es la juventud, qué es el rock, qué imágenes sobre ello se comparten en esta sociedad.

El rock tomado como otra mercancía que se compra y se vende: Chabán explotaba esta veta, llenando sus locales con el artista que estuviera en demanda, sin importarle si era internacional o under, punk o heavy metal, incluso hasta había probado con una peña cuando estalló el último boom del folklore. Espectáculo que se realiza con la misma precariedad que cualquier otro, y más teniendo en cuenta el tipo de público, que podía bancarse un recinto que explotaba en su capacidad – como cualquier medio de transporte, por ejemplo – con instalaciones comparables a las de un baño público. Si el Estado se ausenta en tantos temas, no extraña su falta de compromiso hacia el cuidado de las condiciones en que se desenvuelve nuestra juventud en su tiempo de ocio. En un país donde el neoliberalismo llevó a la precarización del trabajo, la educación y la salud pública (por nombrar algunos de los derechos más básicos), el rock como espectáculo no podía salirse de esta trama y compartir carencias.
Antes del 30 de diciembre de 2004, salvo comentarios casuales, recuerdo pocas voces de quejas sobre las condiciones en que se realizaban buena parte de los conciertos de rock. De hecho, en cierta medida anticipé cuáles podían ser las consecuencias al confirmar que se conjugaban locales no preparados (cuando puse un pie por primera vez en Cromañón, noté lo inadecuado que era su diseño) con pirotecnia. En Hangar, por ejemplo, ese mismo año en un show de Motörhead una media sombra idéntica a la que ardió en Cromañón quedó cerca de las chispas de una bengala (recuerden que Lemmy a duras penas llegó a completar una hora de set). En otra ocasión califiqué de bochornoso un recital de Stratovarius en Cemento, donde vendían entradas por más que el público no alcanzaba a divisar el escenario. La repuesta de los organizadores fue prohibirme la entrada a sus eventos. De todos modos asistí a uno que ellos mismos realizaron poco después, Rhapsody en El Teatro de Lacroze, y hasta el día de hoy me pregunto como hicieron para triplicar (¿o cuadruplicar?) la capacidad para la cual hoy en día está habilitado ese local.

La mecha de la pirotecnia fatal se había encendido mucho antes. Algunas cosas cambiaron para bien en el último lustro como consecuencia de Cromañón. Quienes asistimos desde hace dos décadas o más a conciertos podemos dar cuenta de esas mejorías, pero nuevamente, no se distingue en muchos aspectos de todo aquello que lo rodea y lo nutre. No existe el mismo peligro que era habitual en los 70s y 80s de caer detenido por el hecho de reunirse con amigos de apariencia rockera, aunque la represión policial sigue patente, como lo demuestra el reciente caso del joven asesinado en el recital de Viejas Locas.
Ya cerca de los 40, no veo mejor salida a la hora de divertirme con amigos que ir a ver una buena banda. Cromañón nos mostró que esto puede transformarse en una catástrofe nacional, sobre la cual debe recapacitarse una y otra vez. Se debe exigir justicia, pero a falta de ella, nada mejor que tratar de darle a este hecho histórico una interpretación acorde a su magnitud. Tantas muertes inocentes (¿acaso hay víctimas no inocentes?) nos lo exigen.