31 marzo 2007

SALUZZI, MONTAÑAS Y MUSEOS

La aguja marcó el Norte, hacia allí fui

El verano se me hizo largo este año, abarcó desde fines de octubre hasta hace un par de semanas. Lo cual sería una bendición, me encanta esa estación, pero me estoy refiriendo a toda una etapa de trabajo, con apenas un intervalo para las fiestas de fin de año. Recién cuando el calor se estaba cayendo del calendario, me tomé una merecida semana de vacaciones, y realicé mi ya varias veces postergado viaje a Salta. Por supuesto que valió la pena, y hay muchas cosas para contar y compartir.

Me gusta viajar al interior, tanto para que los paisajes dejen de ser postales, como para experimentar otra forma de encarar el día. No me refiero a descanso, una semana no compensa meses de marcha agobiante bajo el sol de la ciudad y cientos de kilómetros acumulados en decenas de líneas de colectivos urbanos. Aunque el solo hecho de estar en un lugar distinto, con otro aire, me predispone enormemente. Tengo que armarme de paciencia, lo admito, si bien al final me cae simpático el ritmo pueblerino de la mayoría de las ciudades alejadas del conurbano bonaerense. Por más ajetreada que se muestre Salta como ciudad, no escapa a la siesta obligatoria, lo cual se ve en los horarios que manejan: a la hora que en Buenos Aires todos están escapando hacia sus hogares, de regreso de sus actividades, allí el centro alcanza su pico de movimiento, hasta pasada las 21 hs.

Aquí bien vale intercalar una conocida anécdota del antropólogo Levi-Strauss, quien realizó buena parte de sus estudios en Brasil. Tuvo la idea de llevar a uno de sus informantes, un aborigen del Amazonas que hablaba francés, a Nueva York, para ver como eran sus reacciones en ese ambiente. A este nativo no le llamó para nada la atención los rascacielos, el tránsito ni las multitudes, como podría esperarse. Tan sólo dos cosas captaron su interés: las bolas de bronce al final de los pasamanos de las escaleras, y una mujer barbuda que vio en un circo. Estos elementos lo remitieron a su cultura, por lo que Levi-Strauss llegó a la conclusión de que toda cultura es una rejilla que permite ver cosas e impide ver otras, que son desechadas.

Esto mismo sin dudas me sucede, por eso las apreciaciones de arriba sobre la ciudad y sus movimientos. En el mismo sentido, son habituales las comparaciones de otras personas que viajan desde Buenos Aires, aunque también de otros puntos del país, que los lleva a la confirmación de que donde viven es el lugar ideal. Ni hablar de quienes al arribar desde unas vacaciones en el extranjero suspiran aliviados, o incluso aplauden cuando el avión está por descender cerca de su hogar. Lamentable. Todo lugar es distinto, y si uno no sabe apreciar las diferencias, está cometiendo el mayor acto de ignorancia de todo viajero: despreciar la diversidad y pasar por alto lo que es único e incomparable.

A mis amigos cercanos les voy a relatar mi viaje mostrándoles las fotos, aquí sólo voy a resaltar tres experiencias. No tengo como paisaje cotidiano las montañas, por eso me quedo maravillado cada vez que me acerco a ellas. Y si esos cerros son los del camino a Cafayate, podría pasarme días enteros simplemente contemplándolos. Cada montaña con sus rocas de colores característicos parece expulsada violentamente desde el interior del planeta. Eso es de hecho lo que ocurrió, en el transcurso de millones de años, sólo que aquí pareciera que fue hace unos días que emergieron con furia y majestuosidad. Las amenas y didácticas intervenciones del guía de la excursión, Juanjo, ayudaron a apreciar ese recorrido de ruta único. Lejos de quedarse en señalar las curiosas formas que adquieren las rocas al ojo humano, estaba bien al tanto de los movimientos orogénicos y epirogénicos que modelaron ese relieve de fantasía. La visita a las bodegas no me apasionaba en demasía en un principio, aunque sirvieron para aprender como es el proceso de fabricación del vino en la actualidad, y como lo era en el siglo XIX. Ya puedo vanagloriarme que sé más que Tara Reid del tema (y tomando menos): anoche vi como cometía el error de afirmar que el vino rosado sale de la combinación de uvas oscuras con uvas blancas.

La ciudad de Salta tiene una extensión respetable, aunque alguien acostumbrado como yo a caminar todos los días bien puede animarse a recorrerla a pie de una punta a otra sin problemas. Por eso me causaba gracia la apreciación de la distancia que allí tienen, al asegurar que tal lugar “está lejos”, cuando en realidad se encontraba a una docena de cuadras. Esto tiene sus ventajas, ya que en un radio muy corto se encuentran una gran cantidad de museos. Lamentablemente no todos se encuentran en el estado que merecieran, y se repiten las carencias en cuanto a iluminación, referencias y ausencia de piezas. Por supuesto que la falta de presupuesto bien puede suplirse con la buena voluntad. El Museo de Arqueología de Alta Montaña presenta una valiosa colección, centrada en la Reina del Cerro, una niña ofrecida a las divinidades incas, cuyos restos tuvieron un particular recorrido hasta finalmente ser expuestos con respeto y cuidado en este museo. También se encuentra el ajuar de otros tres niños que formaron parte de esta festividad de la Capacocha, aunque todavía no están en exposición, lo que limita la intención de esta muestra. Por otro lado, Pajcha, museo de arte étnico americano, resultó todo un hallazgo, gracias sobre todo a la buena predisposición de sus directores y personal.

A diferencia de los otros museos provinciales o municipales, no se encuentran huecos o desórdenes en las piezas, y si en cambio una muy cuidada colección que abarca desde la orfebrería de los araucanos hasta los tejidos mayas. Me pasé allí varias horas, no porque tenga una multitud de salas, sino porque fui recibido con una gran amabilidad por quienes están a cargo de él, que despejaron muchas de mis dudas sobre la muestra y me brindaron nuevas pistas sobre cómo apreciar las producciones artísticas del continente, tanto de la época colonial como de la actualidad. Lo exhibido se alejó así de ser “restos materiales” de seres humanos pasados o lejanos, para convertirse en una viva manifestación, que los hace hablar con gran expresividad. La cuota extra de cariño por lo que a uno le apasiona dio los frutos en este recomendable museo.

Lo había conocido recientemente, aunque sólo por lecturas, y resultó que la última noche de mi viaje se presentaba en un concierto gratuito en la inauguración del centro cultural que lleva su nombre. Me refiero a Dino Saluzzi, reconocidísimo bandoneonista salteño, admirado por músicos, críticos y público de todo el mundo. Tal como Piazzolla, lleva a su instrumento a variadas texturas a partir del tango, colocando el acento en el folklore, si bien también en el jazz. Aunque el aprecio que recibe en el exterior es inversamente proporcional al conocimiento de su obra en nuestro país (cuando le comenté a un taxista lo concurrido que había resultado el recital contestó: “cuando viene alguien de afuera siempre se llena”). Los edificios del antiguo matadero de la ciudad resultaron en un cordial ambiente para el espectáculo; todavía se ven los aparejos de donde se colgaban las reses. Esta fue una de las raras ocasiones en que a Saluzzi se presentaba en su provincia natal, e incluso en el país, lo que dio pie a la broma de iniciar sus comentarios en inglés, remarcando así la falta de costumbre de dirigirse a un auditorio local. Con integrantes de su familia en guitarra, saxo, flauta y bajo, el habitual percusionista (casi de su familia) más una violoncellista invitada, el set de dos horas resultó la mejor introducción a este talentoso músico, del cual prometo indagar más en lo que respecta a sus composiciones.

No puedo dejar de mencionar las humitas y tamales, de las cuales disfruté como para aguantar hasta la próxima ocasión. Hay razones para repetirlo. Naturaleza generosa más la amabilidad de las personas, son la combinación ideal que hacen especial un viaje.

Exequiel

No hay comentarios.: